domingo, 12 de marzo de 2017

Barro, tal vez...

Me baño tres o cuatro veces al día. La humedad se me pega al cuerpo como el viento cálido se cuela por entre los escaparates de los edificios. De día veo sombras en el balcón, de esas que me acompañan hasta la cama por la noche. No puedo dejar de pensar que todo este desastre organizado que veo por la ventana no tiene sentido alguno más que el de huir. Nos encerramos para huir del encierro, suponiendo que es liberador y sin embargo, no.

La puerta de la cocina rechina sin cesar, a menos que la cierre completamente o que el viento amaine. Las cortinas del ventanal no llegan al piso y dejan que la luz – inapagable de cualquier forma – se meta por debajo y me haga recordar que en la ciudad no se duerme a ninguna hora. Un perro ladra a la distancia, un par de gatos se entreveran en una dura pelea sobre algún techo lindante. Si no fuera por eso, la paz enmudecida que azota este lugar, en este preciso momento, como en tantos otros, es inescrutable. Este silencio que roza lo sacro tiene un grado de inaccesibilidad tal que puede provocar estupor en quien lo perciba.

Vacío. Lo percibo apoyado sobre la baranda del balcón. Vacío inconmensurable que se ve a la distancia. Que está ahí, intercalado con árboles, casas y edificios, atravesado por el ruido de sirenas y bocinas – a toda hora – o por el susurro inquietante de algún par de neumáticos frenando estrepitosamente sobre el asfalto caliente. Aunque a veces también se llega a escuchar el impacto. Desde las alturas se ve todo tan estático, tan inerte. Así sí tiene sentido aquella idea liberal posmoderna de la naturalización del espacio circundante: si nacemos y morimos entre estas cuatro paredes imaginarias que forjamos a lo largo de toda nuestra vida, ¿cómo no nos vamos a creer el verso del tiempo fragmentado en instantes presentes? ¿Cómo no vamos a creer que esto fue, es y será así, siempre, sin más?


Imagen: Sín titulo, de Andre Kertesz


Vivimos un estado de coma permanente, no en el sentido lato y trillado de aquellos que se creen vanguardia y sólo son furgón de cola, sino más bien en el sentido de pausa, de respiro, de aquel espacio mudo – invisible – en el desarrollo de una idea que se frena para dar paso a una mejor comprensión de la misma. Una coma, como la de una oración, como la de un susurro nocturno a la hora del encierro, en el que dos cuerpos desnudos se entrelazan hacia el desenlace cósmico propio de cualquier avatar surrealista, momento en el cual los gritos, la euforia, el desvelo, las caricias, los desencuentros se vuelven parte de la atiborrada sarta de ideas sin sentido que, como relámpago inasible, se me cruzan por la cabeza. Y niego. Y afirmo. Y te veo. Y me desnudo. Te desnudás. Mirando. Siempre mirando. Porque en el mirar se interpela mucho más que en el propio ser, porque el Mirar es el Estar, es el Ser, es el Amor y es el Dolor, Es.

Mas, si fuera posible que de alguna manera, en algún tiempo y en algún lugar, todo se volviera calmo de repente, como el devenir incesante de las olas que rompen contra la costa por la noche, cuando se llaman a estridente silencio una vez que se han estrellado contra la arena, entonces, sólo entonces, podría afirmar sin temor a equivocarme que todo lo que ves es lo que hay. Somos barro.


G.-

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