Me baño tres o cuatro
veces al día. La humedad se me pega al cuerpo como el viento cálido se cuela
por entre los escaparates de los edificios. De día veo sombras en el balcón, de
esas que me acompañan hasta la cama por la noche. No puedo dejar de pensar que
todo este desastre organizado que veo por la ventana no tiene sentido alguno
más que el de huir. Nos encerramos para huir del encierro, suponiendo que es
liberador y sin embargo, no.
La puerta de la cocina
rechina sin cesar, a menos que la cierre completamente o que el viento amaine.
Las cortinas del ventanal no llegan al piso y dejan que la luz – inapagable de
cualquier forma – se meta por debajo y me haga recordar que en la ciudad no se
duerme a ninguna hora. Un perro ladra a la distancia, un par de gatos se
entreveran en una dura pelea sobre algún techo lindante. Si no fuera por eso,
la paz enmudecida que azota este lugar, en este preciso momento, como en tantos
otros, es inescrutable. Este silencio que roza lo sacro tiene un grado de
inaccesibilidad tal que puede provocar estupor en quien lo perciba.
Vacío. Lo percibo
apoyado sobre la baranda del balcón. Vacío inconmensurable que se ve a la
distancia. Que está ahí, intercalado con árboles, casas y edificios, atravesado
por el ruido de sirenas y bocinas – a toda hora – o por el susurro inquietante
de algún par de neumáticos frenando estrepitosamente sobre el asfalto caliente.
Aunque a veces también se llega a escuchar el impacto. Desde las alturas se ve
todo tan estático, tan inerte. Así sí tiene sentido aquella idea liberal
posmoderna de la naturalización del espacio circundante: si nacemos y morimos
entre estas cuatro paredes imaginarias que forjamos a lo largo de toda nuestra
vida, ¿cómo no nos vamos a creer el verso del tiempo fragmentado en instantes presentes?
¿Cómo no vamos a creer que esto fue, es y será así, siempre, sin más?
Imagen: Sín titulo, de Andre Kertesz
Vivimos un estado de
coma permanente, no en el sentido lato y trillado de aquellos que se creen
vanguardia y sólo son furgón de cola, sino más bien en el sentido de pausa, de
respiro, de aquel espacio mudo – invisible – en el desarrollo de una idea que se
frena para dar paso a una mejor comprensión de la misma. Una coma, como la de
una oración, como la de un susurro nocturno a la hora del encierro, en el que
dos cuerpos desnudos se entrelazan hacia el desenlace cósmico propio de
cualquier avatar surrealista, momento en el cual los gritos, la euforia, el
desvelo, las caricias, los desencuentros se vuelven parte de la atiborrada
sarta de ideas sin sentido que, como relámpago inasible, se me cruzan por la
cabeza. Y niego. Y afirmo. Y te veo. Y me desnudo. Te desnudás. Mirando.
Siempre mirando. Porque en el mirar se interpela mucho más que en el propio ser,
porque el Mirar es el Estar, es el Ser, es el Amor y es el Dolor, Es.
G.-
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