Como les decía, era las veinte y veinte, ¿no? Bueno, a esa
hora llegó el subte, dirección Los Incas – es decir, era mi hora de huída de la
metrópolis, mi hora de regreso a los suburbios llenos de historia viviente. Iba
vacío, lo que se dice vacío, pudimos viajar todos sentados hasta el final. No
tuvo nada de distintivo el viaje, a menos que avanzar con la lectura de un
libro (por el hecho de continuar leyéndolo) puede ser un hecho digno de
mención. Pero, no. Llegamos a la estación Malabia – O. Pugliese, la gente se
bajó, y otras gentes nos quedamos aún un par de estaciones más. Pero, aquí
viene el quid de la cuestión. Apareció un hombre, de estatura promedio, cursando
unos treinta y tantos años, poco robusto, con sus pantalones color beige
setentoide – y su particular agujero en su lado izquierdo – y su pulóver bordó,
también muy de época. De mirada rapaz y con sus auriculares puestos (vaya uno a
saber lo que escuchaba), llevaba el boleto del subte hacia su boca, lo ponía
horizontalmente sobre su labio superior y a ritmo libre indicaba con su
altisonante voz, lo que parecía ser un llamado de auxilio, al nombre de
Gonzalo.
Lo dijo una vez, y pareció que entonaba con ganas lo que
escuchaba. Lo dijo otra vez y algunos interesados levantaron sus ojos. Ya a la
tercera, era vox populi nocturno del primer vagón de la formación. Muchos nos
quedamos mirándolo, intentando descifrar qué nos quería decir, qué buscaba
dentro sí.
Ese grito de auxilio que parecía demostrar la insatisfacción
que tenía consigo mismo y la necesidad de encontrar en sí, lo que no podía
buscar fuera (ya era claro que mucha gente, por demás incómoda, lo único que
pensaba era en expedir a ese sujeto del vagón, sin siquiera reparar en lo que
le sucedía). “¡Gonzalo! ¡Gonzalo!”. Y a veces ni siquiera se podía saber bien
si decía eso o pronunciaba ordenadamente una serie de vocales que a los oídos
desprovistos de imaginación nos parecían indicar ese nombre. A todo esto, el
viejo de campera azul y su esposa de lentes, cargando con su nieto de cuatro o
quizás cinco años, responde una pregunta desoladora del niño:
-
¿Por qué hace eso?
-
Está loco.
Tajante y en voz baja – como bien se espera que actúe un
metropolitano – el señor, que seguramente venía del Shopping del Abasto (porque
subió en Carlos Gardel), respondió. Seco, frío, distante. Lo miré. Me evitó.
Volví con Gonzalo, que seguía yendo y viniendo por el vagón, gritando a viva
voz su nombre, su inquietud. Si Hegel hubiese estado allí y si hubiese podido
discutir en es mismo vagón con Freud, ambos concluirían en que ese sujeto
estaba despertando y llevando fuera de sí a su propia negatividad reprimida,
por el único afluente capaz de hacerlo: la palabra. Estudiando al viejo, Marx
diría que no ha comprendido la lucha de clases y que, discutiendo con Gramsci,
lo que expresaba no era más que la ideología de la clase dominante, oh, sí. Sin
embargo, no había ninguno de ellos allí; sólo estábamos nosotros y nuestra
propia inquietud. Y si fuera poco, el niño se río, otros adultos también se
rieron e incluso, ya en Lacroze, otros siguieron comentando el caso.
Gonzalo se bajó en Lacroze. No sabemos a dónde fue, ni dónde
se quedó. Pero ya habiendo bajado de la formación, seguía gritando su nombre.
Buscaba paz. O tal vez un símbolo de paz de parte de todos los que allí
estábamos.
Tal vez, no inquietaban los gritos de “¡Gonzalo!”, sino más
bien, la idea de que existe la posibilidad – latente – de ser nosotros quienes
necesitamos pedir auxilio, y preferimos callar, antes que pedir una mano
cercana...
G.-
Interesantísimo!
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