A esa hora – maldita –, por la Avenida Corrientes se puede
observar el grueso de gente que transita la ciudad. Los teatros. De una punta a
otra de esa calle – que se dirige al “bajo”, centro idolatrado de la metrópolis
– se encuentran esos refugios (algunos dirán “antros”) del arte. Arte burgués, sí. Es irrevocable la
sentencia. Aún así el tema de la obra sea la lucha de clases, el arte teatral de
la avenida Corrientes es de los caratulados como comercial, ergo, burgués.
Esta definición que para muchos será escatológica e incluso
apresurada, sólo sirve para darme el pie para lo siguiente, para nuestra
verdadera cita de esta noche.
Viniendo por Uruguay, desde Talcahuano y Avenida Córdoba,
uno se cruza con varios hechos más que apreciables (unos por lo sorprendente y
mágico, otros simplemente por lo moderno): la estación del Subte B, la
escultura de Olmedo y Portales, la gente (como si fuera poco) que deambula por
allí constantemente y en la esquina de enfrente, una sucursal del Banco Ciudad.
Vamos por partes. Uno llega al lugar, y cree encontrarse en
el centro exacto – si no fuera porque a dos cuadras hacia la izquierda se ubica
el monumental Obelisco, empotrado en el medio de la 9 de Julio, centro de la
película Pizza, birra y faso (de
hecho, muy recomendable). Se encienden
las luces por doquier (aunque no muchas de neón, porque ya no parecen ser los
psicodélicos 80 pre-posmodernos o los apocalípticos 90 posmodernos), la gente
se choca, se empuja, se insulta por lo bajo y ninguna es capaz de esgrimir la
más sincera sonrisa. Del Banco, no hay mucho que decir. Está ahí, como siempre
(¡mentiras!) lo estuvo, aunque bien sabemos que algún día (hagamos que así sea)
deje de estar y allí sea emplazada una biblioteca, una escuela, un teatro, o
sean plantadas flores.
Por otra parte, la escultura de Portales – Olmedo trae a la
memoria de los porteños y no porteños, esa entrañable sensación de poder
sonreír en medio del tumulto y de una época de oscuros porvenires, en la que lo
único que está garantizado es la inseguridad del futuro, la inestabilidad
humana – sí, humana – del presente y las voces del “ya no se puede”, “ es mejor
así y no seguir intentándolo”, “son todos iguales” o – la más rutilante – “estos
mediocres e hipócritas deberían dejar de existir”, tal como si uno mismo
pudiera huir de todo eso y ocultarse en la Torre de Marfil. En este punto, la
escultura trae a la memoria de los presentes el recuerdo de nuestra manía de
ser siempre los mismos, cuando pensamos que estamos siendo diferentes al resto,
como si esto pudiera garantizar algún tipo de provecho. Ojo, no estoy azotando
a nuestra querida originalidad, pero hay muchos cuerdos dando vueltas por ahí
que se acusan a sí mismos por no poder volar a través del acoso de sus pares.
Mientras más manos se unan, menos fuerte será la caída y más fácil será
levantarse.
Por
último, el Subte. Esa colosal obra de ingeniería a la cual nos subimos todos
los santos y demoníacos días para trabajar, estudiar, salir, entrar, hacer el
amor, buscar y perder el amor, no encontrar nada o escuchar a varios cuerdos
dando vueltas por ahí, sin saber qué hacer, a dónde ir, qué fingir, qué vivir.
La vida estancada en mitad del tiempo, sometida a los compases del reloj, al
pulso – ¡embrujado! – de la melancolía de las horas. En el subte encontrás todo
eso, y más.
G.-
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