lunes, 28 de noviembre de 2011

Suicida

“Quisiera ver ese mar al amanecer. Preciso tiempo para crecer. Quisiera ver ese mar y veo esta pared. Yo ya no sé qué hacer”.

Suicida, Charly García.
Cuenta la historia, que un joven, algo siniestro, vetusto, aunque reservado, rondaba las calles de Costa Rica. Se decía de él que era algo adolescente y hombre, algo “constant concept” y a la vez tradición. El pibe no era vanguardia, era un efímero seguidor de los seguidos. No era más que estela, ni menos que polvo cósmico, era sólo un pedazo de ostracismo anclado en una teja de un motel viejo, de esos que encontrás a mitad de camino de cualquier centro turístico conocido.
La cosa es que, el pibe, este que era medio morrudo, cabizbajo, muchas veces andrajoso y pertinaz en lo que a molestia y seriedad refiere, no encontraba a Paz. Paz era un señorita, algo incógnita, desaparecida. Muchos pensaban que estaba inencontrable, y tal vez, así fuera realmente, porque la chica no se dignaba a aparecerse por ninguna esquina, por ningún árbol, ni siquiera por alguna atractiva enredadera de invierno o bajo el techito circular de algún hongo primaveral.

Hasta que, andando por los pasillos del laberíntico mate que tenía, decidió buscarla tras las ramas, bajo las raíces, detrás de las paredes o incluso mirando al cielo oscuro, con la luna de clara luz y con los nubarrones que se acercaban desde lejos, chisporroteando flashes por encima de sus curvaturas de algodón. Esa noche, particularmente, tenía ansias suicidas y por eso buscaba desesperadamente la compañía de Paz. Ella acostumbraba a vagar, libremente, por muros y alcantarillas, por baldíos y rascacielos; era un ave rapaz, ciega y muda, pero llena de esperanzas.
No la encontró por ningún lado. Solo tenía entendido que había una avenida cerca, pero que Paz no era más que el apellido de algún general que allá, por el siglo de las oscuridades, dio pelea con sable y mocasín, a otros señores de bigotes. Pero bueno, milicos hay muchos, así que ni idea. Ella se perdió en medio del lago, le habían dicho unos caminantes hediondos que disparaban fuego a través de sus ojos. Destellaban ira, bronca, con el ceño fruncido y la bala clavada en la quijada derecha. Él comprendió que ella estaba sumida en la más perfecta calma, debajo del agua seca de su inconsciente, esa laguna fría y solitaria, sin peces ni algas, sin corazonadas, sin desesperanzas. Lo único que podría encontrar allí, eran escuetas respuestas y posibilidades de supervivencia, por lo que el muchacho decidió buscar por otro lado. Ya no importaba encontrar una paz inexistente. Ahora, había que buscar no ser un suicida diario, y cuidar la paz que ya se tiene.

G.-

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