miércoles, 9 de febrero de 2011

22/01/93

Me robaron el espíritu (¿alguien lo ha visto por ahí?). Me desaparecieron. Perdí conexión. Hubo un estruendo calamitoso en mi cuerpo que me hizo perder el equilibrio y que provocó remordimiento en mis ojos, en esos prismas que se hallaban irremisiblemente perdidos en la desesperación y el desamparo.

Los brazos se me entumecieron sobre el teclado y a la postre, el silencio logró apagar todo audible dolor. Pero ¡qué terrible silencio el que te empuja al abismo y como si fuera una bailarina del mismísimo demonio te llamara para disertar sobre la angustia frente a un simposio de la no-personalidad!

Me abrecé fuerte a la esperanza y no quise perder de vista mis manos (ellas estaban inquietas y me dolían; algo estaba faltando, en ese momento, algo se estiraba solemne en el impasse de mi inmaduro sufrimiento).

Soy un hombre estepario. Ésta realidad que transito (al menos gran parte de ella) no es mía, no me pertenece y te pega duro con aire a nuevo comienzo, donde los aromas, las visiones, los momentos y aflicciones, los resquemores y las ideas vuelven a mostrarse, sagazmente, para que las reconstruyamos a partir de sus ruinas y nos animemos a vivir y ser felices, nuevamente.

Se trata del riesgo; de uno que siempre se corre. Ese riesgo es el de no hacer y sufrir lo que se siente. Y es egoísta, sí. Pero cuando uno desespera y la individuación se transforma en individualismo postmodernista, y logra al fin encontrar el principio de su vida, su felicidad y su rebelde revelación, entonces, ahí, uno sucumbe, el no-ser sucumbe y da paso a nuestra realidad esencial (esa que pocos conocen, quizá nadie; seguramente una persona, y sólo esa persona, conozca la mía).




G.-

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