martes, 13 de noviembre de 2018

El día en que conocí a la Tota Santillán

El domingo pasaba como resaca, azaroso en su andar, predilecta jornada de reminiscencia y redención. Después del típico asado (en su versión reducida, al horno, sin ensalada ni achuras, debido a la crisis que azota este suelo nuestro), me dediqué a observar la nada. Es curioso que uno se encuentre en ese estado en el que no pasa...Nada. Vivimos tan eufóricos y tan en "el momento de la cosa" que se nos pierde de vista todo lo que no es efímero o instantáneo: el aleteo de un colibrí, el canto silencioso de un malvón, la sombra taciturna del parral o la quietud inquebrantable de tu mirada.

A vos, que mirás estas palabras como desnude, como desvestirse, como inmolarse en el silencio, o en el hastío, o en las mil y una cosas que se te pueden cruzar por la cabeza. A vos, que pensás que no hay nada, cuando en realidad lo está todo. A vos, que sin miedo a perderte una y otra vez en vos mismo, respirás profundo, te levantas del sollozo mortuorio de tu cama y te dignás a intentarlo una vez más.

Eran casi las cuatro de la tarde y con T. buscábamos un lugar por Ramos donde sentarnos a tomar algo y charlar sobre unos libros. Lo que me da pie para declarar que existen varias formas de zafar un domingo atacado por la tormenta primaveral y el odio de estos tiempos: una birra (o dos, o más), mucha música, unos versos al aire, un superclásico, la Tota Santillán. Y más aún cuando todo eso ocurre al mismo tiempo, en el mismo lugar.

Era imposible escapar de la devoradora de esperanzas: en todo espacio físico accesible había una televisión transmitiendo el partido de Boca - River. Mas, ¿para qué escapar de un superclásico cuando podemos fundirnos con él y sacar provecho de su existencia?

Decidimos entrar en un bar que estaba ubicado en una esquina, luego de haber girado por algunos otros lugares sin mucha suerte. La planta baja estaba llena de adultos mayores, tomando café, con mucho calor. El ala derecha del entrepiso estaba llena de hinchas de uno y otro bando, mientras que el lado izquierdo estaba casi vacío, hacia ahí nos dirigimos. La ventana daba a la calle y se podía apreciar cuán opaco podía ser un día de esos en los que una combinación grotesca de eventos hacen que una ciudad cosmopolita se convierta en un pueblo fantasma. Por los altavoces relucía la voz inconfundible del típico relator de partidos de fútbol, con sus ademanes de proeza heroica y su benevolencia patriarcal hacia las jugadas de menor vuelo.

Con T. teníamos mucho calor. La humedad calaba hondo en el alma y en nuestros cuerpos. Aún no eran las cinco de la tarde para aprovechar una promoción de litro, eso a lo que popularmente llaman happy hour. Así que decidimos esperar la contienda etílica con una botella de agua para los dos. True story.

Sacamos un libro, sacamos otro, anotamos qué íbamos a hacer, qué íbamos a decir, cómo nos íbamos a deconstruir y cómo de ese menjunje haríamos un hermoso trabajo juntes. Más temprano que tarde, habíamos resuelto todo. Sabíamos lo que había que hacer y cómo hacerlo (o al menos eso creíamos y ya era suficiente). La verdadera charla comenzó después, cuando ya no había ademanes advenedizos ni comentarios fugaces. El partido ya había terminado y por los altavoces sonaba la inconfundible voz de Bob Marley. Discutimos un rato sobre eso. Intentamos averiguar qué tema era y lo diferenciábamos de otro. Lo inconfundible era la persistente, inclaudicable guitarra rítmica que marcaba con fuerza los contratiempos del reggae.

La deconstrucción del amor romántico fue un tema clave en nuestro mitín. Somos vidas marcadas por nuestras formas de ver el mundo y sobre todo por cómo queremos incidir en él. Su perspectiva de transformación de la realidad me pareció simplemente hermosa, sincera, total. Admito que me quedé sin palabras. A la crudeza de una realidad sin igual le opuso la esperanza más firme y convencida en la transformación de lo que está como está.

Volvimos a la música sin habernos ido nunca y tanto la mirada almibarada de T., como sus palabras, fueron taxativas: "Como músico, uno es como es". Se desnuda ante el resto. Se muestra de la forma que es, esencialmente. Y muchas veces ese grado de exposición profundo que provocamos con nosotros mismos, no es percibido. Sin embargo, confío en que es un acto de transformación y de justicia poética nuestra labor en y con la música.

T. se levanta para ir al baño. Vuelvo a mirar por la ventana, la noche cayó sobre nosotros y la gente salió a la calle. En eso, entra un hombre corpulento y se sienta en uno de los sillones que estaban a mi derecha. Cae con dos tipos más y una mujer. Su voz, sus ademanes y su andar eran inconfundibles. La Tota agarra el teléfono y se pone a hablar casi a los gritos sobre un programa o una obra policial, no sé, por un momento pensé que hablaba de él mismo cuando decía "yo nunca caí preso, hermano. Estoy limpio". Vuelve T., nos miramos queriendo creer en las casualidades del universo.

Terminamos la segunda cerveza y salimos caminando por la puerta principal.





G.-


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