jueves, 23 de marzo de 2017

Quebrado

(Instrucciones de lectura: reproducir el tema que se comparte más abajo,
para que juntos compartamos la osadía
de vernos las caras ningún día,
todos los días de la vida).


De pibe creía que uno estaba condenado a repetirse incansablemente. Suponía - más o menos erradamente - que nuestra vida pendía de un hilo, como esos con los que las moiras entretejían el todo, plácidamente sentadas en medio de la nada. A veces me costaba creer que la vida soñada fuera para pocos, que no eran ni los míos ni los otros, sino "algunos" que allá a lo lejos se iban de vacaciones o acá a lo cerca se ufanaban de algún chiche nuevo. Qué triste, ¿no? Bueno, a decir verdad, no lo fue tanto. 

A veces me siento en el balcón, sólo, y miro el cielo, miro el Hospital a lo lejos, veo pasar unos gorriones o palomas o lo que sea revoloteando cerca de mi sien, anclándose en un hueco de la medianera que da con un auditorio. Me tomo unos mates, sea verano o invierno, sea que esté dormido o despierto, sea que estoy o me voy, sea que me refugio en mi soledad o sea que huyo de mi verdad. La vista que tengo desde esta altura no puede ser más que reconfortante. De hecho, es una vista muy agradable.

De pibe creía que vivir en las alturas tenía su gracia. Ver las casitas desde lo alto, sentir que los pájaros son más humanos o los humanos más animales, escuchar los sonidos de la gran ciudad bajo el ventanal, ver una columna de humo que se eleva en vuelo triunfal y asimismo escuchar la sirena de los bomberos que se va desafinando conforme se va alejando. Creía que, como todas las otras cosas que hacen a la vida, representaba un deseo privado de mí, o un yo privado de desear aquello que solo podía anhelar como lejano, como imposible, como irrealizable.

¿Alguna vez sentitste que el cuerpo se te escapa del alma? No, esperá. Era al revés: ¿Alguna vez sentiste que el alma se te escapaba del cuerpo? No hablo de viajes astrales. Hablo de tu recuerdo de un pasado mejor anclado en el presente, aún a riesgo de saber que no todo pasado por pasado fue mejor, y que incluso hoy, en este manojo de inquietudes, inseguridad, desvelos y desasosiegos, aún vale la pena. Aún valemos la pena. Aún valgo la pena. En medio de esta sempiterna modestia de bajar desde el colectivo hasta el individuo, o desde el bondi hasta la puerta de mi casa. Siempre se convierte en un trance interminable, justamente, porque es un trance... Y en medio del devenir soy fuego, me deshago de mi nostalgia y cabalgo fuerte y sin reparos hacia el abismo de lo desconocido, esperando encontrarte ahí, sosteniendo un deseo en una mano y tomándome de un brazo con la otra, sólo para empujarme hacia adelante y caminar junto a vos.

Como dos gotas de agua que se deshacen en el hastío del existir sin remedio, yo espero verte cruzar el umbral y que me digas que aún hay tiempo. Siempre hay tiempo. Incluso en ese momento en el que te quedás colgado de la tarde, viendo cómo el sol se esconde tras los árboles y edificios que a lo lejos parecen más arrogantes que los destellos de luz que de a poco dibujan toda clase de colores por entre las nubes, y que duran solo un instante, y que se caen desde el cielo hasta golpear los techos donde ladran los perros y los gatos se pelean y se me piantan varios lagrimones creyendo que lo hermoso de esta vida aún está ahí afuera, donde el sol hace su gracia, donde los presagios se vuelven hipótesis de cualquier entierro prematuro y en donde todavía es posible que todo aquello que deseamos se deshaga - irremediablemente - entre nuestras manos, como los copos de ceniza que las bombas o los volcanes arrojan sobre nuestras cabezas, como la escarcha en pleno invierno se derrumba bajo nuestros pies o como la arena que pasa de un extremo al otro en un reloj.




G.-

domingo, 12 de marzo de 2017

Barro, tal vez...

Me baño tres o cuatro veces al día. La humedad se me pega al cuerpo como el viento cálido se cuela por entre los escaparates de los edificios. De día veo sombras en el balcón, de esas que me acompañan hasta la cama por la noche. No puedo dejar de pensar que todo este desastre organizado que veo por la ventana no tiene sentido alguno más que el de huir. Nos encerramos para huir del encierro, suponiendo que es liberador y sin embargo, no.

La puerta de la cocina rechina sin cesar, a menos que la cierre completamente o que el viento amaine. Las cortinas del ventanal no llegan al piso y dejan que la luz – inapagable de cualquier forma – se meta por debajo y me haga recordar que en la ciudad no se duerme a ninguna hora. Un perro ladra a la distancia, un par de gatos se entreveran en una dura pelea sobre algún techo lindante. Si no fuera por eso, la paz enmudecida que azota este lugar, en este preciso momento, como en tantos otros, es inescrutable. Este silencio que roza lo sacro tiene un grado de inaccesibilidad tal que puede provocar estupor en quien lo perciba.

Vacío. Lo percibo apoyado sobre la baranda del balcón. Vacío inconmensurable que se ve a la distancia. Que está ahí, intercalado con árboles, casas y edificios, atravesado por el ruido de sirenas y bocinas – a toda hora – o por el susurro inquietante de algún par de neumáticos frenando estrepitosamente sobre el asfalto caliente. Aunque a veces también se llega a escuchar el impacto. Desde las alturas se ve todo tan estático, tan inerte. Así sí tiene sentido aquella idea liberal posmoderna de la naturalización del espacio circundante: si nacemos y morimos entre estas cuatro paredes imaginarias que forjamos a lo largo de toda nuestra vida, ¿cómo no nos vamos a creer el verso del tiempo fragmentado en instantes presentes? ¿Cómo no vamos a creer que esto fue, es y será así, siempre, sin más?


Imagen: Sín titulo, de Andre Kertesz


Vivimos un estado de coma permanente, no en el sentido lato y trillado de aquellos que se creen vanguardia y sólo son furgón de cola, sino más bien en el sentido de pausa, de respiro, de aquel espacio mudo – invisible – en el desarrollo de una idea que se frena para dar paso a una mejor comprensión de la misma. Una coma, como la de una oración, como la de un susurro nocturno a la hora del encierro, en el que dos cuerpos desnudos se entrelazan hacia el desenlace cósmico propio de cualquier avatar surrealista, momento en el cual los gritos, la euforia, el desvelo, las caricias, los desencuentros se vuelven parte de la atiborrada sarta de ideas sin sentido que, como relámpago inasible, se me cruzan por la cabeza. Y niego. Y afirmo. Y te veo. Y me desnudo. Te desnudás. Mirando. Siempre mirando. Porque en el mirar se interpela mucho más que en el propio ser, porque el Mirar es el Estar, es el Ser, es el Amor y es el Dolor, Es.

Mas, si fuera posible que de alguna manera, en algún tiempo y en algún lugar, todo se volviera calmo de repente, como el devenir incesante de las olas que rompen contra la costa por la noche, cuando se llaman a estridente silencio una vez que se han estrellado contra la arena, entonces, sólo entonces, podría afirmar sin temor a equivocarme que todo lo que ves es lo que hay. Somos barro.


G.-