viernes, 29 de mayo de 2015

Desoxidémonos para crecer

Alguna vez creí en las historias que me contaban de chico antes de dormir. Siempre tuve la ligera sospecha de que su estructura era la misma. Cuando, con el tiempo, empecé a leer y llegué a García Márquez, me di cuenta que era cierto: eran reales. Un buen cuento es aquel que se cuenta como nos lo contaban nuestros padres y abuelos (algo así decía Gabo).  Principio, nudo y desenlace. A veces creo que la vida se compone así también. Empezás algo, en algún momento se presenta algún conflicto (o no) y luego se resuelve. Las formas de resolución son varias. Algunas veces ni siquiera tienen fin (aunque no me convence mucho eso del “final abierto”; abierta es la vida por la vida misma, no los finales, porque si no, no serían finales).

Creo en la reencarnación del espíritu, porque de hecho, todos los días renacemos. Sin ser con toda la épica de un ave fénix, renacemos para seguir viviendo, nos desoxidamos de la mugre del ayer, de la resequedad de nuestros metales llenos de moho e intentamos recomenzar, para seguir creciendo. No es una cuestión de ser mejor o peor. Creo, más bien, que se trata de crecer en un sentido, elegir el sendero de vida, estudiarlo, bocetarlo, apuntalarlo y, en definitiva, hacerlo como la vida se hace a sí misma. Y es que creo que esa es la vida misma. Elegir un camino, forjarlo, hacerlo, disfrutarlo y enfrentarlo, hacerlo nuestro y compartirlo con el resto. Dejamos las cuevas hace tiempo y la vida se ha ampliado, porque la perspectiva lo ha hecho. No podemos aventurarnos más allá del límite de la vida si es que aún no han llegado nuestros sentidos. Aunque comentario aparte necesitaría la cuestión del Más allá…

A veces perdemos el rumbo. No digo que sí o sí vayamos a caer en el vicio o alguna de esas cosas. Todos tenemos algún vicio, está bien, pero no es ese el punto. La cuestión acá es que para que un cuento, un relato o una situación se precipiten hacia su fin, debemos recortarle el final, tajonearlo un poco, desmantelarlo, hervirlo, hacerlo nuestro. Debemos desencajarnos completamente, romper el molde, henchirnos de desasosiego y salir a pelearla como se pelean los lobos por el botín.

No hace falta comerse a nadie. Más bien se trata de compartir. ¿Qué es lo que más acostumbramos a compartir? Historias. Historias de vida. Sabemos de este o de aquel otro, pero no sabemos nada acerca de nosotros mismos. Sabemos que el sol se pone por ese lado o que la luna rebota en el mar para hacerlo rebalsar, pero no sabemos si nuestros besos valdrán más que mil palabras o si nuestras cabezas podrán soportar la carga diaria de la rutina y el aburrimiento.

Basta con que, una mañana cualquiera, uno acaricie el cuerpo de quien ama, para saber que esta vida es verdadera y que vale la pena ser vivida. Las únicas verdades son tres: la poesía, la música y el amor. Y más aún, es la última de estas verdades la que rige a las otras dos y a lo que toda bienaventurada acción humana se dirija a hacer. Sin el amor, no hay verdad posible.

En estas breves líneas no voy a poder desentrañar todo lo que el amor significa para mí. Lo importante es saber que sea bajo las caricias otoñales de un álamo, delante del crujir de las olas de un mar embravecido o recorriendo con la vista el último recuerdo de la puesta del sol, es decir, sea como sea, el amor está ahí, al alcance de la mano. Basta con mirar a los ojos, inmolarse en ese instante de completa indefensión, de total entrega, para saber que el amor está ahí.

El amor siempre está. Los que no hemos de rehuirles somos nosotros. Amemos y hagamos que el mundo ame. Es lo único que nos salvará de nosotros mismos.

Desoxidarse y crecer es sacarse los fantasmas de adentro y salir a caminar con el viento besándonos el cuerpo. Sacarnos la herrumbre de antaño de encima y vestirnos de vida, desde los pies hasta la cabeza, he ahí el amor. He aquí, donde las palabras jamás podrán agotar la significación.



G.-