Caminando hacia su esperanza pudo divisar sobre el terraplén
de la vía del tren su último desasosiego. Su última inquietud alada.
Con paso seguro e inquebrantable, avanzó firme hacia su
decisión. El trajinar de las hojas hacía pensar que la primavera había llegado
demasiado pronto y que se entremezcló – por si acaso – con los últimos
estertores del invierno en vela. La calle era un minúsculo mundo de ensueño.
Los cafés eran páginas borrosas de un andar arduo. El cielo estaba despejado,
totalmente cubierto de estrellas y había un ronroneo que iba y venía de un lado
al otro. La humedad pesaba como pesan los inabarcables astros de euforia que
sus ojos construyen sobre su sien. Avanzaba un paso, luego otro, y otro, y así…
Esa noche, la plaza estaba habitada por pequeños grupos de
personas. Los bancos secos de recuerdos, estaban completamente escritos y daban
la impresión de que su color tenía más que ver con la inocencia que con el
dolor.
Su paso por la concurrida noche le hacía recordar la imagen de
un lobo suelto en la estepa. Está sólo, rodeado por la nada. Sin embargo, el
lobo de la estepa busca, quiere encontrar, ya que no es su menester el quedar en
soledad a la espera de la caída de los frutos de los árboles o de las lluvias
de febrero.
Las mesas, los árboles, las sillas, las calles, los lienzos
de seda alicaídos que se derraman por una ventana con olor a incienso. La
gente, la piel, el roce, un mantra, la soledad, la noche, la luz, el café...
La esperanza que se torna deseo cumplido no apaga la
llamarada de la vida sumergiéndola en un colchón algodonado, sino que aviva la
intensidad de la experiencia misma como de la suavidad de la
inconmensurabilidad queda el recuerdo vivo de la esperanza realizada.
Lo único que concluye aquí son las palabras, mas no la
voluntad de perseverar y hacer de la esperanza un momento de la eternidad.
G.-