martes, 10 de julio de 2012

Gonzalo - Parte II


Como les decía, era las veinte y veinte, ¿no? Bueno, a esa hora llegó el subte, dirección Los Incas – es decir, era mi hora de huída de la metrópolis, mi hora de regreso a los suburbios llenos de historia viviente. Iba vacío, lo que se dice vacío, pudimos viajar todos sentados hasta el final. No tuvo nada de distintivo el viaje, a menos que avanzar con la lectura de un libro (por el hecho de continuar leyéndolo) puede ser un hecho digno de mención. Pero, no. Llegamos a la estación Malabia – O. Pugliese, la gente se bajó, y otras gentes nos quedamos aún un par de estaciones más. Pero, aquí viene el quid de la cuestión. Apareció un hombre, de estatura promedio, cursando unos treinta y tantos años, poco robusto, con sus pantalones color beige setentoide – y su particular agujero en su lado izquierdo – y su pulóver bordó, también muy de época. De mirada rapaz y con sus auriculares puestos (vaya uno a saber lo que escuchaba), llevaba el boleto del subte hacia su boca, lo ponía horizontalmente sobre su labio superior y a ritmo libre indicaba con su altisonante voz, lo que parecía ser un llamado de auxilio, al nombre de Gonzalo.

Lo dijo una vez, y pareció que entonaba con ganas lo que escuchaba. Lo dijo otra vez y algunos interesados levantaron sus ojos. Ya a la tercera, era vox populi nocturno del primer vagón de la formación. Muchos nos quedamos mirándolo, intentando descifrar qué nos quería decir, qué buscaba dentro sí.

Ese grito de auxilio que parecía demostrar la insatisfacción que tenía consigo mismo y la necesidad de encontrar en sí, lo que no podía buscar fuera (ya era claro que mucha gente, por demás incómoda, lo único que pensaba era en expedir a ese sujeto del vagón, sin siquiera reparar en lo que le sucedía). “¡Gonzalo! ¡Gonzalo!”. Y a veces ni siquiera se podía saber bien si decía eso o pronunciaba ordenadamente una serie de vocales que a los oídos desprovistos de imaginación nos parecían indicar ese nombre. A todo esto, el viejo de campera azul y su esposa de lentes, cargando con su nieto de cuatro o quizás cinco años, responde una pregunta desoladora del niño:

-          ¿Por qué hace eso?
-          Está loco.

Tajante y en voz baja – como bien se espera que actúe un metropolitano – el señor, que seguramente venía del Shopping del Abasto (porque subió en Carlos Gardel), respondió. Seco, frío, distante. Lo miré. Me evitó. Volví con Gonzalo, que seguía yendo y viniendo por el vagón, gritando a viva voz su nombre, su inquietud. Si Hegel hubiese estado allí y si hubiese podido discutir en es mismo vagón con Freud, ambos concluirían en que ese sujeto estaba despertando y llevando fuera de sí a su propia negatividad reprimida, por el único afluente capaz de hacerlo: la palabra. Estudiando al viejo, Marx diría que no ha comprendido la lucha de clases y que, discutiendo con Gramsci, lo que expresaba no era más que la ideología de la clase dominante, oh, sí. Sin embargo, no había ninguno de ellos allí; sólo estábamos nosotros y nuestra propia inquietud. Y si fuera poco, el niño se río, otros adultos también se rieron e incluso, ya en Lacroze, otros siguieron comentando el caso. 

Gonzalo se bajó en Lacroze. No sabemos a dónde fue, ni dónde se quedó. Pero ya habiendo bajado de la formación, seguía gritando su nombre. Buscaba paz. O tal vez un símbolo de paz de parte de todos los que allí estábamos. 

Tal vez, no inquietaban los gritos de “¡Gonzalo!”, sino más bien, la idea de que existe la posibilidad – latente – de ser nosotros quienes necesitamos pedir auxilio, y preferimos callar, antes que pedir una mano cercana...

G.-

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