jueves, 2 de febrero de 2012

Exilio

La calle estaba fría y los adoquines de la vereda desprendían una niebla brumosa desde su sólido semblante de concreto.

Los árboles miraban a un cielo desgarrado por el paso de esos espesos algodones que todo lo cubren y que tanta agua hacen caer sobre el suelo mojado. Sentía un poco de frío en la nuca, pero nada raro para ser una noche de invierno revestida de melancolía.

Solía caminar un ida y vuelta nocturno, justo antes de acostarme, tan solo para despejar la cabeza y asegurarme un sueño largo y profundo (aunque nunca terminara siendo lo largo y profundo que una deseara, por más somníferos que tomara). Siempre hacía el mismo camino, por esas calles anchas, llenas de árboles frondosos, esbeltos y de ruda corteza. Y, como era costumbre, estaba solo. Ningún alma se dignaba a salir a esa hora de la noche, excepto yo, claro. El viento golpeaba fuerte en la cara y remordía la conciencia como si fuera el último hálito de existencia, por lo que las vetustas señoras del barrio no querían saber nada y los jóvenes andaban tranzando promesas falsas o deleitándose con la novedad televisiva.

Me agradaba el olor a tierra mojada producido por el rocío nocturno, como así también el olor a café recién hecho que salía por alguna ventilación de las casas en donde aún existía aquello que los dones de arrugas acostumbraban llamar “sobremesa”. La cosa era que no había nadie afuera y el frío rompía almas y cuerpos. Eso era lo bello.

Al pasar por la estación de tren, siempre se podía ver o a un viejo mendigo amigo de todos y compañero de nadie, con su cara triste y decaída, pero con la esperanza siempre latente de que de alguna formación baje algún ángel que lo ayude a seguir andando, o así también a alguna de las tantas parejas que día y noche danzaban por ahí; siempre sumidas en el fragor de la lucha por no abandonar el temor a estar solos o indemnes al dolor. De todas maneras, siempre había alguien con quien charlar.

Me sentaba entre diez y quince minutos en uno de los bancos del andén y me ponía a pensar en el quebracho tirado sobre la vía o el metal trabajado en la fábrica. Pensaba en la dureza de la vida, como así también en la del avejentado asiento sobre el que estaba apoyado mi cuerpo. Pensaba en el clamor de la bocina del tren, que te quema los tímpanos cada vez que se acerca a la estación. Pensaba en si había algún otro ínfimo ser como yo, que pensara en la noche y las letras, los poemas y la armonía, los cuentos viejos y las vías del tren, los bancos de iglesia y los mendigos nocturnos. Todo parecía tan raramente natural, que me había acostumbrado a aceptarlo de lleno, sin más. Mi renuncia indeclinable al hastío de la costumbre, se había vuelto ley.

Sin embargo, esa noche, en la que había salido a caminar como tantas otras, una vez que llegué a la estación, no había ni mendigo, ni rieles, ni parejas, ni quebrachos, ni bancos. Estábamos mi existencia y yo – algo más bien lamentable que solemne – parados en medio de la nada. Con mis manos dibujé un banco, en el que me senté, y con mis ojos busqué crudamente su existencia. Pasó a mi lado como periódico matutino, aunque se detuvo tres pasos más adelante. Volteó hacia mí, me miró con preocupación, sonrió – con esa sonrisa que hace sucumbir toda dureza – y siguió camino.

Desde ese momento, al mirarnos fijamente, supimos que no nos volveríamos a ver, jamás.

G.-

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