jueves, 6 de enero de 2011

Tiempo de resurrección - I -

Ya no era más ese bastión de pedantería pueril que supo ser con sus pares. De chico no era el sabiondo, si no uno más, un tontuelo de aquellos de los que se babean en la cama cuando duermen de noche y de los que tiene sueños que lo marcan para toda la vida, como el del cocinero asesino o el de ese monstruo verde y pegajoso del álbum de figuritas que me perseguía por una casa que era como la mía pero que no era mía, porque estaba todo abierto y todo el aire entraba y salía, era de noche y no se veía nada, estaba solo, sin nadie que me protegiera, no había ni bichitos de luz ni grillos, solo yo y lo otro, ese Súper Yo inmaculado, ese pedazo de seda intocable, inalcanzable, ese ser que se había erigido sobre el elogio de los menos y las caricias de los más. Entre melancolía y otro café me encontraba esta noche, hasta que la luna clareó mi páramo y mi desolación ya encontraba regocijo en cualquier hendidura del zócalo de la pared del primer piso que hoy sellaba con cinta de papel para poder pintar mañana o pasado esa maldita casa de alta alcurnia y poca ética. Quién sabe cuántas mujeres tendrá ese tipo, si ni siquiera vuelve a dormir a casa.

Son los retazos de mi alma de niño los que encuentro esta noche en medio de la transpiración y con unos lentes cuyo aumento solo atisba a brindarme un poco de calidez ante el inevitable padecimiento de la pérdida paulatina de la visión. Como si viera a través de un microscopio, encuentro mis pedacitos, mis células primas, mis partes perdidas y desencontradas, todas esas cosas que nunca encajaron muy bien y que nunca terminarían de encajar si ella no hubiera dado en el lugar exacto. Tenía doce años y mi psicóloga me parecía atractiva. Me habían dicho por ahí que los que tenían la "patología H" tendían a intentar levantarse a su psicólogo. Bueno, eso no me pasó a mí. Primero porque, sinceramente, no me daban muchas ganas; segundo, no había posibilidad, de doce a treinta y pico de años hay una diferencia sideral; tercero, seguía siendo “burguesamente feo” y por lo tanto no llamaría la atención de la mina, aunque es bastante abierta e inteligente, pero igual no importa, no es el caso que pretendo analizar. Aunque si debo decir que ella dio en el palo y me ayudó a salir…a la calle. Era un encierro ontológico que necesitaba su quiebre. Aunque no sé si era necesariamente ontológico, porque no sé muy bien qué significa eso, es algo así como el “ser en sí”, aunque no es el ser en-si del existencialismo sartreano ni de esa sarta de cosas complicadas que tiene la filosofía y que tanto me gusta y apasiona pero tan poco entiendo. 


La vieja siempre fue un tanto odiosa, bastante fastidiosa y yo, mal que mal, adquirí bastante de ese “carácter podrido”, como a ella le gusta llamarlo, y lo puse en práctica para con ella, con mi viejo, con mis amigos, mis amigas y todo ser que caminara. Era un chiquillo odioso. Ja, digo era, como si alguna vez dejáramos de ser lo que somos. En realidad, siempre digo que el niño que tenía adentro terminó muriendo dentro de casa, en esas cadavéricas sesiones con Soledad, en la que éramos dos, ella y yo, qué cosa, ¿no?, siempre una mujer, la psicóloga, mamá, la soledad. Los griegos las tenían a las pobres minas como que eran un castigo divino. Muchos compañeros de la especie masculina (que siempre ha sido muy primate y por estos días se ha agudizado esa patología social) dirán que los griegos “la hicieron bastante bien”. Podrá ser, pero los muchachos que usaban sábanas como vestimenta perdían de vista que lo mejor que pudieron haber hecho los dioses era castigarlos con lo que les daba vida… Efectivamente, no nacemos de hombres. Nacemos de las mujeres. Por favor, no se burlen, no estoy siendo redundante, no quiero caer en banales tautologías, como tampoco deseo utilizar un expenso, como exuberante vocabulario en las postrimerías de este efímero y escueto texto que les vengo a ofrecer de corazón… El cual está atravesado por una flecha convertida en espada de hierro oxidado y que, segundo a segundo, se va retorciendo en mi interior, creando un agujero negro en el lugar donde se suponía debía estar mi corazón, en el caso de que aún estuviera allí…


Hasta el lecho de muerte por lo general se desfila con una caravana de gente detrás, portando rosas y cruces y llantos y lágrimas y todas esas cosas que hacen al romanticismo lóbrego de los funerales posmodernistas que se remontan a la edad media. Sinceramente quisiera estar escribiendo lo que destilo de los poemas de Benedetti, pero como no tengo ese “atisbo de luz poética” que me permita escribir sobre el difunto poeta, hago esta especie de perorata escrita para que escuchen la exhumación del cadáver de la persona que les habla en cuarta persona del sinlar, es decir, con el E - G - O entre las piernas y el gatillo frente a la boca, capaz de ser presionado con la lengua y oxidado con los ojos.

Habíamos llenado el pasaje que va desde el acantilado a las mazmorras con flores marchitas y sueños entrecortados, y de las campanas renacieron voces y monasterios y los bichitos de luz recobraron su fuerza y la algarabía que había sabido conjugar nuestras exquisitas pertenencias terrenales, se convirtieron en una expropiación sensorial; en una de esas que te hace volar hasta el más allá en un viaje de ida y vuelta, pero sin retorno.


Y me quejaba de las experiencias fallidas que no fueron experiencias, y los barriletes por celular que remontaban mensajes de texto y hacía decaer los sauces llorones que se reían a carcajadas de nuestras desgracias existenciales y esa náusea eterna que sentíamos cuando nos acercábamos a nuestra mutua lejanía. Y si la providencia nos acompaña, el mañana será mejor y el hoy inolvidable. Pero una cosa es segura: soy libre.


No es una agradable sensación el sentir que a uno lo corren por la retaguardia y le van haciendo apurar el paso hasta alcanzar el libro de la repisa superior de la biblioteca de papá. Te encierran, son una cárcel que te libera de los avatares del presente y un prisma, un cáliz precioso que te permite ver el futuro.TERNO.


G.-

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